Los semáforos

Cuando llegaron los semáforos, unos pocos se opusieron.

Consideraron que aquella nueva caja de luces tricolor era una herramienta de control de los gobiernos totalitarios que, apoyados por los medios, restringían la opinión pública en una única narrativa oficial que atentaba contra su libertad de movimiento (es decir, contra su libre albedrío a desplazarse a gusto por las calles), que pisoteaba su credo (de no creer en los semáforos) y que violaba su derecho a dar un consentimiento informado (sobre seguir o no los mandatos de aquel aparato diabólico).

Se lamentaban que la instauración del invento era inconstitucional y les robaba sus derechos civiles. También se quejaban de que las élites y sus agendas corruptas cercenaban su prerrogativa a la disidencia, censurándoles cualquier debate abierto sobre la ineficacia del semáforo y sus peligros para la humanidad.

Así que, antes de dejarse oprimir por la nueva normalidad, decidieron que lo mejor era que cada quien viviera cómo quisiera vivir. El rebaño que aceptara detenerse cuando una luz roja así se los ordenase, que ellos sí cruzarían la calle a su antojo.

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